¡¡Una súper mujer!!
- Nickole Naihaus L
- 23 jun
- 6 Min. de lectura

Cuando recuerdo cómo nos conocimos, no puedo olvidar el dolor. Ni la derrota. Ni la desesperanza.
Tampoco la curiosidad —esa chispa que me atravesó justo cuando sentí unos grandes brazos arropándome.
Fue hace bastante tiempo. Había sido desterrada. Creo que era cerca del 28 de junio de 1816.¹
Lo demás, lo que vino después… bueno, eso merece ser contado con calma:

Estaba de camino hacia la población de Ubaté, ya no me quedaban suelas en los zapatos, y creo que me había gastado el poco dinero que me permitieron llevar, en el último pueblo que visité desde Santafé.
Tenía sed, tenía hambre… ¿para qué mentirme? También tenía frío, miedo y un poco de desolación.
Tuve que dejar mi pulpería, mis amigas… mis compañeras de lucha. Todas ellas, mujeres valientes que, seis años atrás, armadas con lo que encontrábamos, llegamos incluso antes que los hombres al cuerpo de artillería, para evitar que apagaran la revuelta del 20 de julio de 1810, es una pena que desde la llegada del dictador español Morillo en 1815, estemos comenzando de nuevo, en medio de un Régimen del Terror.
Regresando a esa carretera de desesperanza, debo admitir que a veces la desesperación me ganaba la partida, pero no me arrepentí ni por un segundo de lo que hice. Apoyar la causa independentista no fue un error: fue mi deber. Fue, y seguiría siendo, mi prioridad, aunque me hubiese costado el pan, el techo o la patria misma. Lo único que lamenté —y cómo me pesaba— fue que mi hermana y mi criada terminaran en la cárcel de mujeres, El Divorcio, una consecuencia que no debieron afrontar, porque lo único que hicieron fue caminar a mi lado, luchar conmigo.
Aunque parezca que no tiene mucho que ver con mi relato, es importante que le diga a quien sea que está leyendo estas palabras, que, desde pequeña sobresalí entre las otras niñas del barrio Belén por mi altura y, como le encantaba decir a mi madre, por ser una niña aliviada, robusta… aunque, si me hubieran preguntado, habría dicho que era más justo decir gorda. Mis compañeras de lucha, en cambio, preferían decir acuerpada. Pero nadie se atrevió jamás a decirme cosa alguna, porque ese cuerpo mío venía acompañado de una personalidad enérgica y, como solía decir mi padre, iracunda.
En esos momentos agradecía mi complexión y mi carácter. De no ser por ellos, otra pobre mujer ya se habría rendido a la desesperación… o habría terminado desmayada sobre el primer muro con sombra.
Como les decía cuando comencé estas memorias, debía desplazarme a Ubaté, por órdenes de Morillo, como si con recluirme en otro lugar la lucha —y la campaña libertadora— fueran a detenerse.
Creo que me senté un rato. Al final, hacía ya varias horas que no veía a los dichosos soldados que supuestamente debían vigilar que nadie me auxiliara… o evitar que algún compatriota tuviera la osadía de brindarme, aunque fuera, un pan. Tal vez se aburrieron. Tal vez les bastó con ver que nadie me miraba dos veces, ni siquiera para insultarme.
Estaba tan cansada que sentí que comenzaba a levitar. De hecho, me pareció que dos brazos fuertes me levantaban del suelo. Abrí los ojos. Un hombre robusto —en efecto— me llevaba cargada en sus brazos.
Recuerdo que, desde la seguridad de esos brazos, comencé a hablar:
—¿Podría decirme qué hace? —pregunté, sin cambiar el tono.
—La llevo cargada.
—De eso ya me doy cuenta. La pregunta es: ¿por qué?
—Porque está deshidratada, insolada y claramente agotada.
—¿Sabe usted quién soy? —pregunté, sin adornos.
—Una mujer que necesita ayuda.
—¿Puedo preguntarle algo?
—¿No lo ha hecho ya?
—Entonces le haré otra pregunta.
Respiré hondo.
Había podido enfrentar hombres armados, al peor de los dictadores… y, sin embargo, me costaba trabajo preguntarle a un hombre si no le estaba costando cargar conmigo. Porque, como ya dije, era una mujer robusta. Y grande.
—No tenía usted una pregunta —dijo, con una leve sonrisa.
—De hecho, tengo muchas.
—Pues nos queda aún un camino muy largo que recorrer. Así que puede usted comenzar con la que desee.
—Soy una mujer robusta —dije, como si eso explicara todo.
El hombre guardó silencio ante mi declaración, así que añadí:
—¿No sé si me ha oído?
—Sí, lo hice. Pero eso no es una pregunta.
—Es que parece costarle poco llevarme en brazos. Por cierto… ¿a dónde me lleva?
—A mi casa —respondió—, donde podré darle algo de comer. Además, podrá usted descansar… y le preguntaré a mi hermana si, de pronto, tiene algo de ropa para que pueda cambiarse.
Recuerdo todo como si de un sueño se tratase, pero la realidad era otra: en medio del destierro encontré el primer atisbo de hogar. Aquel hombre —con sus silencios y sus brazos firmes— cambiaría, sin saberlo, el rumbo de mi historia.

—Su respuesta me hace pensar que no sabe quién soy. De lo contrario, no estaría ayudándome.
—Se equivoca.
—¿Quiere usted ser más claro?
—Creo que lo estoy siendo.
—Entonces podría ser más amplio con sus respuestas. —Años trabajando en mi pulpería² me ayudaron a recordar que, si se quiere saber algo de un hombre, hay que ser clara y puntual con lo que se quiere averiguar.
—De hecho, la ayudo porque sé quién es. Estuvo en la guerra civil de 1814, del lado federalista. Lideró la toma del parque de artillería en Bogotá y, por lo poco que sé, ha sobrevivido a cada una de las pruebas que el destino le ha puesto. Es más, escucharla hace un momento hablar con usted misma, me permitió confirmar que sus convicciones no se han quebrado.
La lucha… los principios que ha defendido… son tan valiosos como la sangre que corre por sus venas. Y son el aire que llena nuestros pulmones.
—Olvida usted que estoy enfrentando mi destierro por haber apoyado a las tropas de Bolívar.
—Una idiotez. Una más de tantas.
—¿No le preocupan las consecuencias que puede traerle ayudarme?
—Por supuesto que me preocupan —respondió, sin dejar de caminar—. Pero me preocuparía más no hacerlo.
Lo miré, esperando una explicación más concreta.
Él continuó, esta vez con una voz más baja, casi confidencial:
—Uno no cruza caminos con alguien como usted todos los días. Y cuando eso ocurre, uno decide: o da la espalda… o se queda cerca, incluso si duele, incluso si cuesta. Una mujer como usted es una acompañante para toda la vida.
—¿Está cortejándome?
—¿Funciona?
—¿Ha perdido usted la cabeza? Si dejamos de lado el hecho de que, a mi llegada, el gobernador pidió a jueces, curas y autoridades que me vigilaran constantemente…
—Eso es el reflejo del temor que genera su sola presencia. Ahora puede contestar mi pregunta.
—Lo iba a hacer cuando me interrumpió. Es que no soy conocida por ser una mujer hermosa.
—Pero sí valiosa, como le decía antes, es usted una compañera para toda la vida. —repitió él, como si esas palabras fueran un juramento.
Me quedé callada.
Por primera vez en mucho tiempo, no supe qué decir.
Sentí cómo algo se removía en mi pecho… algo que no era rabia ni sed de justicia, sino un calor diferente.
Casi desconocido.

—¿Qué hará cuando descubran que me ha ayudado? —pregunté, apenas con un hilo de voz.
—Lo mismo que estoy haciendo ahora: quedarme. Porque, aunque el país arde en pedazos, aún hay causas por las que vale la pena luchar.
Y personas por las que vale la pena quedarse.
No supe si sonreír o llorar. Tal vez hice ambas cosas.
Nunca fui buena en contener lo que siento.
Y así, entre sus palabras y mis silencios, comenzó lo que jamás imaginé: una historia de amor en tiempos de guerra.
No sé si alguien algún día leerá estas páginas.
Tal vez mis palabras se pierdan como tantas otras, arrastradas por los años y por el olvido.
Pero si alguien llega hasta aquí, si alguna vez estas memorias caen en manos de una mujer con fuego en el pecho y dudas en la espalda, quiero que sepa algo:
No me arrepiento.
Ni por el hambre, ni por el frío, ni por el destierro.
Apoyar la causa libertadora fue, y sigue siendo, el acto más claro de amor que he conocido.
Porque ese día —el de los brazos que me levantaron del suelo— no solo fui rescatada…
Fui vista.
Y entendí que, incluso entre ruinas, aún es posible empezar de nuevo.
Fin.
Nickinaihaus
Nickole Naihaus
Nickole Naihans
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P. D. Quiero aclarar que esta es una historia de ficción, producto de mi imaginación, y no pretende más que entretener al lector. Sin embargo, está inspirada en hechos históricos relacionados con la vida de Francisca Guerrera, una mujer valiente, que no solo contribuyó con su fortuna, sino que participo de manera activa en la lucha independentista.
(1) Aproximo la fecha por en un documento oficial auténtico fechado el 28 de junio de 1816, se registra la llegada de Francisca Guerra como desterrada por el gobernador de quien escribió sobre ella: “Se me ha presentado doña Francisca Guerra con pasaporte…”
(2) En el contexto colonial y del siglo XIX era una tienda pequeña y popular donde se vendía de todo un poco: comestibles, bebidas (incluyendo chicha o aguardiente), artículos de uso diario y hasta objetos de trueque.
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