¿Por qué había mirado por el ojo de la cerradura?
Miró una segunda vez por ese agujero para confirmar lo que sus ojos habían visto. De hecho, ¡le parecía estar viviendo una película de rescates al estilo de Hollywood! Había venido a revivir uno de los momentos que hirieron de muerte a la Gran Colombia —desintegrada tres años después de lo acaecido aquí—, y ahora se encontraba, ella sola, en una habitación llena de historia, ¡atisbando por el ojo de una cerradura!
¿Qué había visto?
Por el diminuto orificio de la puerta de la habitación que alguna vez alcahueteó los amores y las pesadillas del Libertador de Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela vislumbró la figura de un hombre. Tenía un metro noventa de estatura, ojos claros y un tatuaje muy visible en el cuello. Se dio cuenta de que llevaba uniforme de bombero un segundo antes de oírlo tocar a su puerta —¡bueno, en realidad, a la puerta de la habitación que Simón Bolívar había compartido en aquel entonces con Manuelita Sáenz!—.
—¿Está usted bien? —preguntó el apuesto uniformado—. Salga, por favor.
Minutos antes de encerrarse allí había estado contemplando el secreter café oscuro donde el primer presidente de la Gran Colombia de seguro había escrito algunos de sus grandes discursos, palabras como estas: “¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. Bueno, esa frase de pronto no porque había formado parte de su última proclama y tal vez se redactó el 10 de diciembre de 1830 en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta. Pero, sin duda, en ese vetusto mueble se habían escrito trascendentales discursos. Mientras se reía de las imprecisiones históricas de su memoria oyó, provenientes del pasillo, unos ruidos que la asustaron y le trajeron a la mente la Conspiración Septembrina, que había ocurrido hacía muchos años en ese mismo palacio: doce civiles y veinticinco soldados habían entrado a la fuerza, comandados por un tal Pedro Carujo, con intenciones de matar a Bolívar. El miedo se apoderó de ella, que, al oír la algarabía y unos pasos retumbantes que se dirigían a la habitación, había corrido presurosa hasta la puerta y la había cerrado con seguro.
Ahora se encontraba revisando atolondradamente el recinto a ver si todo estaba en orden y si ella misma se encontraba bien. En un rincón vio la mecedora donde el Libertador debió leer más de un libro y, en medio de la ventana que daba al balcón, una silla de espaldar alto. Entonces se preguntó si Bolívar habría saltado a la calle trepándose a ella.
Unos golpes en la puerta atrajeron su atención.
—¿Necesita ayuda? —preguntó el bombero—. ¡Salga inmediatamente, por favor!
—Disculpe, ¿lo conozco?
—Si así fuera, yo tendría la esperanza de que la situación se desarrollara de otra manera.
—¿De otra manera?
—Sí, de una en que usted ya habría abierto la puerta y no me estaría espiando por el ojo de la cerradura —dijo él acercando el rostro al agujero, lo que la hizo sonrojarse.
—¿Qué pasó? —preguntó.
¿Por qué salía con esas? ¡Solo ella, obviamente, podía saber qué había pasado para que ahora estuviera encerrada en la recámara de Simón Bolívar!
—Usted me dirá… A nosotros, bomberos y policía, nos llamaron porque, al parecer, hay una ‘situación’ en el que fue el dormitorio de Simón Bolívar.
Esta declaración la hizo preguntarse si había sido el crujir de la madera bajo las botas de los conspiradores lo que había despertado a Manuelita y la había hecho desenvainar su espada para defender al hombre al que alguna vez le había escrito: “Mi genio, mi Simón, amor mío, amor intenso y despiadado. Solo por la gracia de encontrarnos daría hasta mi último aliento, para entregarme toda a usted con mi amor entero. Saciarnos y amarnos en un beso suyo y mío, sin horarios”.
La sacó de sus pensamientos la voz impaciente de otro hombre:
—¿Ya pudo entrar, Gutiérrez?
—¡Evidentemente, no! Por algo la puerta sigue cerrada —contestó sarcásticamente el bombero señalándola.
Entonces ella no pudo evitar preguntarse: “¿Qué hacen ahí en vez de revisar el resto del Palacio de San Carlos en busca de los guerrilleros o lo que sean que me llevaron a encerrarme aquí?”.
—¿Voy por las herramientas para atravesar la puerta? —preguntó el bombero levantando una ceja retadora.
—¡Nooo! ¿Cómo se les ocurre? ¡Esa es una puerta del siglo dieciséis! —exclamó la guía turística del lugar.
Aunque aún no había habido ocasión de que las presentaran oficialmente, ella la había estado escuchando mientras recorrían el palacio esa tarde con motivo de la conmemoración de la Nefanda Noche Septembrina y le había parecido una mujer encantadora.
—¿Me dan permiso de hacer mi trabajo en lugar de empezar a destruir cosas irreemplazables? —preguntó el bombero pidiendo espacio con ademanes enérgicos antes de volver a concentrar su atención en el orificio por el que ella lo espiaba. —“¡Menos mal que es una cerradura del siglo xvi!”, pensó ella. De no serlo habría resultado imposible divisar algo—. Señorita, ¿puede explicarme por qué se encerró usted en esa recámara? ¿Está salvando a algún caballero de una conspiración? ¿Debo suponer que está armada con un sable detrás de esta puerta?
Era evidente que hacía referencia a los hechos del 25 de septiembre de 1828, cuando Manuelita Sáenz —parte activa de la gesta emancipadora de América Latina como amante del Libertador— salvó a Bolívar de unos conspiradores que pretendían asesinarlo; lo hizo convenciéndolo de escapar por la ventana. Se cuenta que, cuando los asesinos llegaron a la recámara donde ella estaba encerrada, Manuelita los había recibido espada en mano. Mientras repasaba aquellos acontecimientos en su “gesta por proteger el patrimonio nacional”, ella se rio al oírse a mí misma catalogar en tan patrióticos términos su insólito encierro en ese lugar.
—¿Se refiere a la Noche Septembrina? —preguntó fingiéndose extrañada.
—Me pareció lo más oportuno, considerando donde nos encontramos —dijo él acercándose a la puerta para no gritar—. ¿Hay alguna posibilidad de que me diga por qué se encerró usted en esa habitación?
La pregunta me pareció muy pertinente, teniendo en consideración que estaba celebrando mi cumpleaños y que hasta hacía unos minutos había estado compartiendo con mis amigas un entretenido recorrido por ese lugar rebosante de historia hasta que, oyendo un tropel de pasos acelerados, seguido de ruidos sospechosos, había decidido, heroicamente, encerrarme ahí.
—¿Que por qué estoy encerrada en la habitación que el Libertador compartía con su amante?
Miró de nuevo a su alrededor y vio el tocador en que Manuelita debió arreglarse mil veces antes de ir a sus tertulias del “buen gusto”, el baúl a los pies de la cama y la sencilla cama doble.
La voz del bombero interrumpió su recorrido visual.
—Creo que esa habitación vio a más de una amante… Pero, antes de que entremos en un debate histórico, me gustaría saber por qué se encerró usted ahí.
¿Por donde comenzar? Reflexionó un momento. Lo mejor era sincerarse con ese hombre para que pudiera hacer su trabajo.
—Porque oí ruidos extraños…; mejor dicho, sospechosos.
—Eso es normal en este lugar. Es viernes por la noche, y estamos en el corazón del centro político, cultural, universitario y religioso de Bogotá.
—Eso ya lo sé, y también que este fue en otras épocas el palacio presidencial… Y, en su momento, la residencia de Bolívar, sí. Pero eso no impidió que sucediera el atentado contra él. ¿Quién me dice a mí que algunos subversivos no estén tratando de conmemorar hoy esa revuelta destruyendo o robándose alguna reliquia a manera de declaración política?
”De hecho, por ejemplo, ¡yo vine a conmemorarla con mis amigas celebrando mi cumpleaños!
—¿Cumple usted años en la misma fecha en que casi matan a Bolívar? —le preguntó él con una sonrisa socarrona.
—¡Pues sí, qué pena! No estaba bien informada al respecto cuando nací. ¡De lo contrario lo habría hecho un día después!
La ironía lo hizo reír.
—Tiene usted buen sentido del humor. Entonces ¿no hay ninguna otra razón para que ustedes hayan venido a esta casa justo el día de su cumpleaños?
—Siempre me han apasionado los hechos del pasado. Por eso me gradué de historiadora y me he dedicado a la investigación de la Colonia y la Independencia nacionales. También por eso mis amigas planearon un recorrido histórico seguido de una cena en el centro colonial para celebrar mi natalicio.
—Eso me consuela —dijo el bombero, al parecer aliviado.
—¿Por qué? —le preguntó ella, confundida.
—Porque al menos ya no tendré que preocuparme de que usted vaya a maltratar algún objeto de la habitación. Aunque sí tendré que pedirle al personal de seguridad que la requise cuando decida salir.
—¿Por qué maltrataría yo cualquiera de los objetos que se encuentran en esta habitación, todos reliquias de incalculable valor para la humanidad?
—Lo digo porque aún no conozco la razón por la que usted se encerró ahí.
—¡Pensé que habían entrado a robar o a dañar algo del palacio!
—¿Y por qué haría alguien semejante cosa?
—No sé…, de pronto como declaración política. Lo único que puedo afirmar con certeza es que, hace unos minutos, mis amigas me concedieron un tiempo a solas en el dormitorio del Libertador para contemplar y disfrutar del espacio donde convivió unos años con él la ‘libertadora del Libertador’, la mujer que una vez dijo: ‘Si una palabra sola puede cambiar el curso de la historia, otra palabra, en la oscuridad, derrota la tormenta’.
”Así que estaba recorriendo la estancia cuando, de repente, oí un estrépito en el pasillo, ¡y lo único en que pensé fue en salvaguardar de toda amenaza este lugar histórico! —terminó de explicarle atropelladamente al bombero.
—¿Y por eso estamos hablando a través de una cerradura?
—Sí, señor: ¡por eso! Luego del ruidaje oí gritos acerca de una loca que estaba haciendo de las suyas en el palacio, y como no quería que dicho personaje fuera a dañar algún tesoro de los que se encuentran en esta habitación…
Esto lo hizo reír.
—Entiendo. ¿Y qué iban a hacer usted y sus amigas luego de visitar el museo?
—Teníamos planeado cenar en un restaurante y ver mi ópera favorita.
—¿Puedo preguntar cuál es?
—¿Cuál es qué? —le preguntó ella, cansada de estar agachada frente a la cerradura.
No había querido sentarse en ninguno de aquellos venerables muebles para no ir a estropearlo.
—La ópera.
—¡Ah!… Tristán e Isolda —le respondió.
—Y... ¿sería posible… de pronto… que considerara cancelar el programa operístico y me dejara invitarla a cenar?
—¿Me está pidiendo una cita? —le preguntó, extrañada del giro que tomaban los acontecimientos: ¡el oficial parecía haber olvidado que se estaban tomando el palacio!
O eso creía ella.
—En efecto: lo estoy haciendo.
—Pero ¿no debería usted estar buscando a la loca que quiere dañar algo en el palacio, a la mujer que comanda esta conspiración?
—No creo.
—¿Cómo que no? ¿Y si daña algún objeto, una puerta…? No sé: ¡algo del museo! —le gritó, indignada.
—No creo que lo haga… Resulta que yo ya encontré a la loca —le dijo él sonriendo.
—¿Cómo?
En ese momento, ella cayó en la cuenta: ¡estaba sola en la habitación de donde Manuelita había hecho saltar al Libertador! La guía que había venido realizando el recorrido no la conocía, y desde hacía unos minutos lo único que se oía en todo el lugar era al bombero y a ella teniendo esa absurda conversación.
—¡Ay, por amor al arte!… ¡La loca soy yo! —descubrió, deslumbrada.
—No sé si estarás loca —empezó a tutearla el bombero sin preámbulos—, pero no me cabe duda de que, así no aceptes mi invitación a cenar, les harías un inmenso favor a las directivas del museo, a la policía y a mis colegas si abrieras la puerta y nos explicaras a todos que, cuando iba a comenzar la serenata que te tenían preparada tus amigas y los funcionarios del Palacio de San Carlos con motivo de tu cumpleaños, te asustaste por el trajín… ¡y que por eso te encerraste en esa habitación!
Al oírle la explicación de la algarabía que la había hecho encerrarse, ella no pudo evitar sentir vergüenza.
—No… Yo no lo sabía…
Se sentía terriblemente mortificada.
—Nosotros sí —dijo otra voz masculina (¿la del director del museo?), que, en lugar de enfadada, sonaba compadecida de su bochorno.
Toda roja de la vergüenza, abrió la puerta con cuidado esperando ver los gestos de reproche de los presentes. Pero con lo que se encontró del otro lado la dejó pasmada. Sus amigas, sus compañeros de trabajo, los empleados del museo que la conocían…; en conclusión, todo el mundo le sonreía esperando a que saliera de la habitación para decirle:
—¡Feliz cumpleaños!
Tan pronto como salió, una avalancha de abrazos le cayó encima: primero el director, luego algunos empleados del museo…
Pero ella, antes de llegar adonde sus amigas, gritó:
—¡Espera! —Salió corriendo hacia donde se encontraba “su” bombero, que, al oír su grito, se detuvo en el pasillo—. ¿Para dónde vas?
—¿Cómo? —le preguntó este, confundido.
—¡Acabas de invitarme a cenar! ¿O es que al verme te arrepentiste?
Esto lo hizo reír y, antes de que pudiera decir algo, los mariachis empezaron a cantar.
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Nickole Naihaus L
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Tan bonita, muchas gracias por compartir tu lectura conmigo!
Me gusto mucho la ambientación del tema, como se incluyo un personaje como Manuelita Sáenz y me encantaron los detalles.