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Por un Bastón

05 de julio de 18010


—Disculpe, señor, ¿pero por qué ha venido? ¿Está usted buscando algo? ¿Tiene algún motivo para visitar? —preguntó la joven, con un tono entre curioso y precavido—. Se le nota perdido, y francamente, esta plaza no es el mejor lugar para andar sin rumbo estos días.


—Pierda cuidado, señorita. La verdad es que, aunque desconozco qué me deparará el destino, sí sé por quién he venido. Y el motivo… es un bastón.


—Si me permite decirlo, en esta plaza no se venden bastones. Y, después de lo ocurrido ayer, no creo que sea prudente que alguien como usted recorra este camino.


—¿Se refiere usted a lo ocurrido con el catalán…? Ay, ¿cómo es que se llama…?


—Juan Bastús y Falla.


—Ese mismo.


—No sobra decirle que es el gobernador del Nuevo Reino de Granada.


—Es un idiota redomado, como todos los sirvientes de la Corona.


—Ya veo que usted piensa igual que la mujer.


—Así es. De hecho, es a ella a quien he venido a buscar.


—No me ha dicho que sabe usted lo que hizo doña Águeda, y el malestar que ha causado entre los españoles. Entonces, ¿por qué ha venido usted a Pamplona justo hoy a buscarla?


—Porque fue gracias a ese gesto de la señora que me han permitido visitarla.


—¿Porque le arrebató el bastión de mando y lo quebró?


—Porque tuvo la valentía de manifestar su descontento ante la prohibición de la celebración de la Cofradía de San Pedro, y lo hizo bajo la mirada —y la aprobación— generalizada de los pamploneses.


—Eso no significa que no les haya fastidiado, ni que por ello hayan dejado de buscar con quién desahogar su enojo.


—Tiene usted razón, joven. Pero, aunque he disfrutado mucho de este interludio, no me han dado mucho tiempo, y deseo gastar lo poco que me queda en su compañía. ¿Podría indicarme dónde puedo encontrarla?


—Debe estar en su casa, con alguno de sus diez hijos.


—¿Cómo están?


—¿No se ha enterado? Son muy célebres por estas tierras. Tres de ellos son militares del ejército patriótico. De hecho, se dice que, después de la independencia, José María Villamizar Gallardo buscará ser presidente del Estado Soberano de Santander. Y uno de sus hermanos fue Antonio Ignacio Gallardo y Guerrero, rector de la Universidad del Rosario y firmante del acta de independencia.


—Es usted muy amable. Espero poder verlos, aunque ellos no puedan verme.

Ahora, si me permite, voy a visitar a mi esposa… ahora que puedo —dice el hombre, apresurando el paso hacia lo que, cuando estuvo vivo, fue su casa.


—¿Su esposa? Pero si la señora María Águeda del Sagrado Corazón Gallardo Guerrero de Villamizar es viuda —dice la mujer, levantando la mirada, solo para descubrir que el anciano ya no se encontraba en la plaza.


En la casa de la señora Águeda, todo es un festín.


Sus hijos, orgullosos de su madre, han pedido a los sirvientes que preparen los mejores platos: aquellos dignos de una mujer nacida en una acaudalada familia colonial de origen español. Las cocineras ya están terminando de cocinar. Los guisos, tamales, sopas y carnes de casa son comunes en la región.


Las mujeres encargadas de la limpieza —como dice la dueña de casa, para no decir sirvientas— han terminado de poner la mesa del comedor. Y mientras todo esto sucede, sus hijos la esperan en la sala, compartiendo un poco de alcohol y más de una historia sobre las épicas peleas que han tenido que sortear con el ejército realista.


Ella, como tantas mujeres, aún se encuentra frente al espejo, peinándose y tratando de embellecer su rostro.


Busca un broche entre sus joyas, algo que ponerse en el cabello, y cuando se mira en el reflejo, con una mezcla de ironía y ternura, se ríe de sí misma.


—¿Pero a quién estás tratando de engañar? Eres una mujer de sesenta años. ¿Quién se va a fijar, a estas alturas de la vida, en una vieja como tú? —dice, riéndose desde lo más profundo de su ser.


—Yo.


—Mira tú… ahora, además de ilusa, loca. Si no tuviera la cabeza bien amoblada, juraría que escuché a Juan Antonio. Que en paz descanse.


—Eso no lo pensé antes.


Justo cuando el hombre pronuncia estas palabras, la señora Águeda suelta bruscamente el broche al ver, en el espejo, el reflejo de su marido.


Se gira con rapidez, con el corazón agitado, y lo encuentra sentado en la esquina de la cama, sonriéndole como lo hizo en 1767, el día de su matrimonio, cuando ella tenía apenas dieciséis años.


—Si me pinchan, no sangro. ¿Eres tú?


—¿Es que acaso hay otro que venga del más allá para cortejarte?


—Si ni siquiera vienen del más acá… ¿cómo van a venir del más allá? ¿Ya es hora?


—¿De qué?


—Tú siempre tan perdido en todo… Que si ya es hora de irnos.


—¿Pero a dónde quieres ir?


—Pues… que si ya debo partir de este mundo para acompañarte.


—Tú siempre me haces compañía, esté donde esté.

Y como te dije algún día: estaré presente en las flores… y aún más, en las mariposas que tanto te gustan.

Esté donde esté, siempre cuidaré de ti, de la forma que pueda.

Y siempre, siempre trataré de sacarte una sonrisa.

Como te lo prometí el día que nos casamos.


Sus palabras la conmueven, y hacen que las lágrimas comiencen a brotar de sus ojos.


—No has cambiado en nada —dice ella, intentando acercarse, pero el frío la detiene.


—Tú, en cambio, estás cada día más hermosa.


—Tú siempre tan mentiroso…


—No lo soy —responde, sonriendo, y dando por zanjado el tema.


Al verla temblar por el frío que su presencia ha traído a la habitación, se da cuenta de que va siendo hora de marcharse.


—¿Has venido a quedarte? —pregunta esperanzada, aunque, en el fondo de su corazón, sabe que no es así.


—Siempre has sido una mujer demasiado lista… incluso para el bienestar de tu propio corazón.


—La esperanza es lo último que se pierde —dice, con resignación, entendiendo lo definitiva que es su situación.


Después de diez hijos, más de mil momentos memorables compartidos, sonrisas, complicidad, amor… su tiempo juntos se ha acabado.

Y este momento… este momento es…

es…


Ella, en realidad, no sabe qué es.

Solo sabe que duele, pero que también es bello.

Que se siente como un último pétalo flotando antes de tocar el suelo.


—Entonces, ¿esto es…?


—Es un regalo. Uno que nos ha sido otorgado por los sacrificios, la lucha, la determinación…

Y porque, sencillamente, estaba tan orgulloso de la valentía con la que te rebelaste ante el gobernador, que aproveché para pedir este momento como un obsequio.


—Para los dos —afirma ella.


—Para los dos —responde él, con una sonrisa.


Ella intenta acercarse, pero el frío se intensifica, volviendo torpes sus movimientos.


—No, mi amor. Caricias y apapachos ya tuvimos suficientes… que los diez hijos que tenemos dan cuenta de ello —dice él, con la intención de hacerla reír, de aliviar la imposibilidad del contacto.


Y ella, en efecto, se ríe.


Uno de sus hijos la llama, y sus pasos siguen la voz.


—¿Vas a saludar? —le pregunta ella, queriendo prolongar la visita.


—Sabes que no es posible.


—¡Mamá! No importa lo que hagas, siempre estarás hermosa. ¡Pregúntale a papá! Seguro que te diría lo mismo —grita José María desde la puerta.


—Tiene toda la razón —dice Juan Antonio, sonriendo.


—No quiero que te vayas —dice ella con rabia, reviviendo la última y amarga despedida.


—Siempre estaré cerca.


—¿Por qué no puedo ir contigo?


—¿Y perderte este festín? ¿Privarte de los miles de momentos que aún no has vivido?

Vas a gozar con nuestros hijos de sus logros, de sus familias, del fruto de lo que sembramos juntos.


—Pero… pero… pero… te extraño.


—Y yo a ti.

Pero tu tiempo aún no ha llegado.

Todavía debes ver esta nación libre.


Alguien toca la puerta.


—¿Puedo entrar? —pregunta José María.


—Debo irme…



—¿Así, sin más? ¿Ni un beso? —dice Águeda con rabia, una rabia dulce, casi de niña pequeña.


Juan Antonio la conoce. Así que se acerca y le dice:


—Jamás me iría sin un beso.


Y al pronunciar esas palabras, se acerca y le da un beso en la boca.

Ella cierra los ojos, y por un instante, el mundo se detiene. Disfruta de ese pequeño milagro.


Cuando su hijo abre la puerta, ve cómo su madre está rodeada de miles de mariposas de colores, mientras sonríe con lágrimas en los ojos.


—Te amo… —dice una voz. Parece la de su padre.


—Yo más, viejo cascarrabias —responde su madre, riendo, mientras se recompone para salir a reunirse con él… y con los hijos que la esperan celebrando.




Fin.


Nickinaihaus

Nickole Naihaus

Nickole Naihans


P. D. Quiero aclarar que esta es una historia de ficción, producto de mi imaginación, y no pretende más que entretener al lector. Sin embargo, está inspirada en hechos históricos relacionados con la vida de María Águeda del Sagrado Corazón Gallardo Guerrero, una mujer culta y valiente, que no solo contribuyó con su fortuna, sino que también vio a sus hijos formar parte activa de la generación de la Independencia.




Más sobre la autora:


Me llamo Nickole y me gustaría pensar que soy escritora, me gusta crear historias de amor, redimir mujeres que parecen olvidadas por la historia, cuentos que podrán leer acá, además de dos novelas y un libro de investigación, todos los pueden comprar en Amazon,





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©2020 por nickinaihaus. Nickole Naihaus/ Nickole Naihans L.

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