Un tesoro
- Nickole Naihaus L
- hace 23 horas
- 7 Min. de lectura

Frente al reflejo del agua en la celda, reviso lo que queda de mi maquillaje… incluso un pelito rebelde que todavÃa insiste en saludar al mundo, mientras me pregunto —por enésima vez— cómo pasé de celebrar un baile con amigos, para mi presentación en sociedad, a estar encerrada aquÃ, a punto de ser vendida como esclava en una plaza repleta de españoles ansiosos por comprarme.
Mi amiga Carmen, quien debÃa ser presentada en sociedad conmigo hace apenas unas horas, me observa con curiosidad y un toque de preocupación. Hace menos de diez horas hablábamos de encontrar el amor, de un prÃncipe azul… no importaba si estaba un tris desteñido; es más, en este momento —en esta celda húmeda y frÃa— aceptarÃa incluso a un prÃncipe convertido en sapo.
Lo único que quiero es un compañero de aventuras, alguien que logre rescatarme de esta situación, alguien que me devuelva mi libertad.

Aunque las dos sabemos que, por ahora, lo único que encontraremos son esclavistas, depravados y maltratadores… hombres que ven cuerpos, no personas; mercancÃa, no destinos. Mis pensamientos se interrumpen con la llegada del padre de mi amiga, escoltado por dos soldados.
—¿Cuál de las dos es la mujer que ha comprado? —pregunta uno de los guardias.
—¿Hay alguna forma de que pueda llevarme a las dos? —intenta él, con una esperanza desesperada.
Los soldados se rÃen con crueldad.
—Siendo millonario, tal vez. Ahora deja de jugar y dinos antes de que perdamos la paciencia… y te vayas con las manos vacÃas.
El padre de mi amiga me mira con una mezcla de tristeza y remordimiento, como quien sabe que está a punto de cometer una injusticia inevitable. Luego señala a su hija y baja la mirada avergonzado por no poder ayudarme.
Ella me abraza, temblando, llorando, aferrándose a mà como si pudiera quedarse. Y entonces se separa para irse con su padre.
Mis padres no viven en la ciudad; son campesinos que, con sus pocos ahorros, me enviaron a casa de mi tÃa para que pudiera buscar una vida mejor. La posibilidad de que puedan comprar mi libertad es mÃnima. Ni siquiera creo que sepan aún lo que me ha ocurrido.
—Veremos quién puja por ti mañana. — Dice riendo uno de los guardias mientras cierra de nuevo la reja de la prisión.
Por mi cabeza giran miles de ideas. Recuerdo al pirata que conocà caminando por la muralla, aquel dÃa en que me escapé de mi tÃa en el mercado porque querÃa sentir la brisa del mar en la cara. Estaba sentada frente al mar cuando lo vi.
Un hombre alto, con un aura peligrosa, ojos verdes —uno de ellos, el izquierdo, surcado por una cicatriz que advertÃa que habÃa peleado más de una vez por su vida—. Aunque todos le temÃan y prefirieron abandonar la muralla, yo no pude dejar de mirarlo. Debajo de su ropa raÃda, de su barba y de sus tatuajes, habÃa un hombre atractivo y, para mi sorpresa, galante y caballeroso. Lo digo porque, al intentar bajar de donde estaba sentada, tropecé y caà directamente sobre su pecho. Él, con una cortesÃa inesperada, me ayudó a incorporarme y, cuando recuperé la compostura, me ofreció el brazo.
—¿Me está usted invitando a algo? —pregunté, sintiendo mis mejillas arder.
—Nada me agradarÃa más —respondió con voz grave—, pero usted es una mujer decente. La desilusión me llenó el pecho, pese a mi esfuerzo por disimularla. Aun asÃ, tomé su brazo para bajar por la escalera.
Antes de irse, se volvió hacia mà y me dijo:
—No debe usted ilusionarse con piratas, señorita. No por nada somos conocidos por nuestra vida peligrosa.
—Pero a veces una invitación puede ser la puerta a millones de bendiciones —le dije, despidiéndome con una sonrisa tÃmida y una referencia que él no pudo evitar reconocer.

Es gracioso cómo trabaja la mente. AquÃ, en esta celda frÃa y húmeda, a unas horas de ser vendida a quién sabe quién, mi memoria decide recordar un encuentro fortuito con un pirata peligroso… cuando, en teorÃa, deberÃa estar llorando desesperada por mi suerte. Pero la verdad es que nunca he sido de las que se dejan llevar por la tristeza y las lágrimas.
El cansancio me vence y no sé por cuánto tiempo duermo. Me despierta una luz tenue que entra por las rejas que dan a la calle. Escucho el tintineo de las llaves del guardia acercándose, seguido de las risas que comparte con otros soldados mientras comentan el destino que nos espera a los prisioneros que pronto seremos vendidos como esclavos.
Nos ordenan en varias filas y nos van extendiendo sobre la palestra. De acuerdo con las solicitudes de los compradores, exponen las partes del cuerpo que estos exigen ver antes de pujar. En el caso de los hombres de color, revisan la espalda, los dientes; en el de las mujeres, a veces los brazos, a veces media pierna.
Es desagradable… profundamente desagradable ver cómo nos venden como si fuéramos fruta, o cualquier producto de la plaza. Veo cómo se llevan, uno a uno, a mis compañeros de destino, hasta que por fin llega mi turno.
Trato de mantener la calma. De mostrarme serena aunque no lo esté. De conservar la dignidad, el garbo y todo lo aprendido en las clases para señoritas, porque como duele decir mi tÃa, una mujer jamás debe perder la elegancia y serenidad, sin importar lo desesperado de su situación.
Una vez en el centro de la palestra veo que la plaza está llena. Hay mujeres con niños comprando lo del mercado para la cena del domingo, pescadores ofreciendo la pesca del dÃa, vendedores que pregonan sus productos… y, en medio de la multitud, unos hombres llaman mi atención.
En particular, uno.
Se destaca entre la muchedumbre por su altura, por su aura… por esa presencia imposible de confundir. Se acerca de manera sigilosa hacia donde me encuentro, con un ritmo pausado, casi felino, como si contemplara a su presa. La multitud se aparta a su paso. Parece que le estuvieran haciendo un corredor humano, pero no…es el miedo el que los separa.
—Hola… ¿Vicki? —dice él. Su tono es cálido, sorprendentemente cálido, como si estuviera genuinamente feliz de verme. Como si mis muñecas y tobillos no estuvieran decorados con grilletes. De pronto mira a mi alrededor y parece percatarse, por primera vez, de que no solo no estoy sola… sino que soy prisionera de los realistas.
Su expresión cambia apenas, pero es suficiente. Y la vergüenza me atraviesa de golpe.
—No te preocupes —dice con suavidad—, los tesoros valiosos siempre deben estar custodiadas. Su voz tiene esa seguridad tranquila que le queda tan bien, esa que parece rodearlo incluso en medio del caos. Y con esas palabras, deja atrás por completo los formalismos que dicta la sociedad… como si no importara quién soy, quién es él, ni el infierno en el que estoy metida.
—Tú… estúpido ignorante —dice con una calma peligrosa—, ¿cuánto debo pagarte por alguien que no deberÃa tener precio?
Se lo dice al español que sostiene, con demasiada familiaridad, la cadena de los grilletes que atan mis manos. El español se tensa, retrocede un paso y, temblando de rabia y miedo, saca la pistola de la cintura para apuntarle a la cabeza. Pero justo en ese instante, el pirata se mueve. En una maniobra que parece sacada de una novela de aventuras, salta a la tarima con una agilidad imposible. Le quita el rifle al español, lo desarma en un solo movimiento y lo doblega frente a toda la multitud, que retrocede horrorizada.
—Tratamos de hacerlo a su manera —dice con una voz grave que hiela la sangre—, pero como visiblemente no se puede, me permito liberar a la señorita de sus cadenas.
Y antes de que pueda procesarlo, rompe los grilletes con una herramienta que llevaba oculta, me toma con suavidad —una suavidad que contrasta con la violencia del momento— y me carga sobre su hombro como si fuera una pluma. Corre conmigo a través de la plaza y sube por la muralla con una destreza que desafÃa la lógica. Detrás de nosotros, sus hombres se encargan de los españoles que me tenÃan prisionera, asegurándose de que nadie pueda seguirnos.
Al llegar al puerto me deja en el piso, mientras sus camaradas se suben al barco.
—Es hora de despedirnos, y la verdad… no quisiera hacerlo —me dice, mirándome directo a los ojos. Hace una pausa. Una de esas que pesan, que duelen.
—Pero no quiero ser como ellos. No quiero forzar una vida que quizá no es para ti. Soy pirata, Vicki. Me dedico a saquear barcos y ciudades. Ataco embarcaciones con mis compañeros para robar su carga. —Sus ojos bajan, no por vergüenza, sino por honestidad—. Aunque jamás he pedido rescate por los pasajeros… ni los he vendido como esclavos.
Levanta la mirada, y en ella hay algo que parece una súplica silenciosa.
—Porque para mÃ, la libertad es algo intocable. Algo sagrado. Algo que todos deberÃamos tener… incluso tú. Especialmente tú. Por eso te pregunto, quieres venir conmigo a esta vida que te ofrezco, no será fácil y mucho menos seguro, pero puedo prometerte que si será llena de amor. - Y puedo ver en sus ojos que está siendo honesto conmigo, que en este momento, mientras sueñan disparos, gritos y una algarabia sin igual, él está abriendo su alma a mi. Un disparo me distrae y el mal interpreta mi confusión con duda por lo que me dice.
—No te preocupes. Si decides que esta vida no es para ti, te daré dinero y te ayudaré a volver con tus papás. Sana y a salvo —dice con esa sinceridad que derriba cualquier duda.
Y es justo esa propuesta… esa libertad absoluta… la que hace que mi corazón sepa con certeza cuál es el camino que debo seguir. Lo miro a los ojos, sin necesitar tiempo para pensar. Con una convicción que me nace del alma, le respondo:
—Iré contigo al fin del mundo, si ese es mi destino… un destino que creo que comenzó a escribirse el dÃa que nos conocimos.
Él me mira con sorpresa, pero sobre todo con admiración. El momento se ve interrumpido por un grito.
—¡Capitán! ¡Debemos zarpar! —le grita uno de sus hombres, con evidente urgencia.
Subo al barco sin ayuda, pero al hacerlo escucho el rasgado de mi falda. Él sube detrás de mÃ, me cubre con una de las piezas de su propia vestimenta y, para mi sorpresa, coloca en mi mano un anillo hermoso. Lo miro, desconcertada.
—Quiero que todos sepan que subes a este barco como una esposa —dice con firmeza—. No como una cualquiera. Y que deben darte tu lugar desde el comienzo.
Y ahà lo entiendo todo:
A veces, solo hace falta una mirada, un acto heroico y un poco de valentÃa… para recordar que el amor —o algo que se le parece— todavÃa puede sorprenderte, incluso en los lugares y momentos más desesperanzadores.
Fin
Nickole Naihaus
Nickole Naihans
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P. D. Quiero aclarar que esta es una historia de ficción, producto de mi imaginación, y no pretende más que entretener al lector.


