
Desde que me levanté de la cama esta mañana, justo antes de comenzar mi rutina diaria, he tenido el antojo de uno de mis postres favoritos. Es una torta deliciosa de chocolate con frambuesa, redonda con pequeños trozos de chocolate y una fruta en la mitad. No sé por qué, pero este antojo tiene algo distinto. Es como si una fuerza invisible me empujara a conseguirla, como si este pedazo de torta guardara un secreto que aún no puedo entender.
A causa de estas ganas casi incontrolables de chocolate, tuve muchos problemas para concentrarme en mis tareas. Aunque traté de enfocarme en los diferentes oficios de la oficina, la verdad es que el tiempo se me pasó muy lento, y la espera se me hizo eterna.
Con el fin de que no fueran a vender todos los postres, llamé antes a la pastelería. Me indicaron que me guardarían el mejor por ser tan buena cliente. Pero lo que no sabía es que ese simple antojo me llevaría a descubrir algo que cambiaría mi día... y quizás, mucho más.
Cuando llegué a la pastelería, en una mesa cerca de la puerta se encontraba un hombre con una postura derrotada, como si la vida le pesara. Estaba encimismado, con la mirada perdida en un punto indeterminado de la mesa frente a él. Algo en su postura hacía pensar que intentaba desaparecer, esconderse del mundo. Sin embargo, la mesa y la silla parecían demasiado pequeñas para contener su figura imponente; debía medir más de un metro noventa.

Mientras me acercaba a la puerta, mi curiosidad me traicionó, y no pude evitar mirarlo un poco más detenidamente. Había algo familiar en él, aunque no lograba ubicarlo. ¿Podría ser un actor? Tal vez lo había visto en alguna película, pero no lograba recordar cuál. O quizás solo era un hombre atractivo y melancólico, el tipo de persona que parece cargada de historias que uno quiere escuchar.
Al pasar junto a él, noté que había una taza vacía frente a él y un libro abierto que parecía llevar horas sin tocarse. Me pregunté qué lo habría llevado a estar así, en ese rincón de la pastelería, con el peso del mundo reflejado en sus hombros.
Con esto en mi cabeza, llegué al mostrador, donde una de las ayudantes me recibió con una sonrisa de complicidad en la boca.
—Este pedazo te ha estado esperando todo el día —dijo mientras señalaba la torta con un gesto casi teatral.
—Qué bonita, muchas gracias.
—Ya mismo te lo empaco —respondió, inclinándose hacia el mostrador para envolver el postre con un cuidado que casi parecía excesivo, como si supiera que ese pedazo de torta era mucho más que un simple antojo para mí.
Mientras ella hacía un trabajo precioso con el empaque, no pude evitar volver a mirar al hombre misterioso. Su presencia era como un imán, atrayendo las miradas de todos los que estaban en la pastelería. No era solo mi imaginación; claramente no era cualquier persona.
Los susurros comenzaron a surgir a mi alrededor. "Es un actor, ¿no?" "Sí, estoy segura de que salió en esa película..." "Guapo y sexy, aunque no es muy buen actor si me preguntas."
No sabía si sentirme fascinada o incómoda por cómo él parecía ajeno a todo, como si estuviera en su propio mundo. Pero había algo en su mirada perdida que me hacía preguntarme si, detrás de esa fama y apariencia, estaba buscando lo mismo que yo: un momento de consuelo.

Con un poco de pena, me acerco al mostrador donde están empacando mi pedazo de ambrosía y le digo a la mujer:
—No sé si es mucha molestia, pero, ¿podrías no empacarlo y servirlo para comer acá?
—¡Pero por supuesto! Tú dime dónde quieres sentarte y con mucho gusto voy y te lo sirvo, con la bebida de siempre —respondió con una sonrisa cálida.
—Por estas cosas es que te has ganado un lugar en mi corazón. Así es… lo mismo, por favor.
—Y, ¿dónde te lo sirvo?
Yo le señalo con discreción la mesa del hombre melancólico, y su expresión cambia de inmediato. Abre los ojos con un toque de terror antes de susurrar:
—Yo lo pensaría dos veces, porque ahí estuvimos tentadas a poner un cartel de advertencia… por si muerde.
No pude evitar sonreír ante su comentario. ¿Qué tanto misterio podía rodear a alguien que parecía tan perdido en sus pensamientos? Tal vez estaba exagerando, pero esa pequeña chispa de intriga ya había encendido mi curiosidad.
Le pido el postre en su platito, y ella, con una mezcla de complicidad y asombro, me lo entrega con dos tenedores. Aunque no soy una mujer propiamente arriesgada —francamente, soy muy penosa—, algo en la melancolía del hombre frente a mí parece ameritar un acto de valentía.
Con respeto y un poco de ansiedad, me acerco a su mesa. Siento mi corazón latiendo como si quisiera salirse de mi pecho, pero trato de mantener la compostura.
Cuando estoy a un par de pasos, él levanta la mirada con una curiosidad palpable. Sus ojos color miel se clavan en los míos, y de repente, las palabras que tenía preparadas se evaporan. Me quedo muda, atrapada por la intensidad de su mirada.
Entonces, como si pudiera leer mi nerviosismo, levanta una ceja de la manera más sexy jamás vista. Es un gesto pequeño, casi imperceptible, pero suficiente para que mi ansiedad se mezcle con algo más... algo que no había esperado sentir. No sé de dónde salen las palabras, pero agradezco a todos los ángeles de la guarda por su ayuda:

—He pensado en este postre todo el día, el cual, según me dicen, es el último que queda. —Miro buscando algún indicio en su rostro que me diga si mi presencia le incomoda, pero no encuentro ninguno, así que reúno el valor para continuar—. Pero al verte sentado de manera melancólica y triste, decidí que esta pequeña ambrosía podría sanarnos un poco a los dos.
Él se pone de pie, y por un instante pienso que lo hace para alejarse de mí, de mi postre y de esta situación bizarra. Mi corazón se hunde levemente con esa idea, pero antes de que pueda darme la vuelta, lo veo dar un paso hacia mí.
Con un movimiento tranquilo, casi elegante, acerca la silla frente a él y la corre con un gesto que parece salido de otra época, invitándome a sentarme.
Por un momento, me quedo inmóvil, sorprendida. No esperaba esto, pero algo en su mirada —serena, pero cargada de curiosidad— me dice que aceptar esta invitación podría ser el comienzo de algo inesperado.
—¿Puedo preguntar qué buscas sanar? —me dice con curiosidad y respeto, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—Un susto de muerte que pasé ayer —respondo, y siento cómo mi rostro cambia de una sonrisa grande a una melancolía que podría competir con su postura inicial.
Mientras coloco los tenedores, uno frente a él y otro en mi lugar, su mano se posa con suavidad sobre la mía.
—Disculpa, no quería molestarte —dice, con una sinceridad que desarma cualquier barrera.
—Oh no, no es nada... Bueno, es que ayer mi padre tropezó y cayó de frente. El sonido del golpe fue... horrible, todavía lo escucho en mi cabeza. Los tés que llevaba estallaron bajo él, el aire quedó impregnado con ese aroma dulce y ácido, como si se burlara de lo que estaba pasando.
—¿Se lastimó mucho? —me pregunta él, con la mirada llena de una preocupación genuina que me toma por sorpresa.
—Por unos momentos no respondía... Sus manos estaban atrapadas debajo de su cuerpo, como si estuviera encerrado, y yo no sabía cómo moverlo. Me sentí tan impotente... —Mi voz comienza a quebrarse mientras el recuerdo regresa con una fuerza abrumadora.
Me detengo un momento, intentando tragar el nudo que empieza a formarse en mi garganta.
—El señor de los tés fue quien corrió y me ayudó. Él lo movió con cuidado mientras yo solo podía observar, completamente paralizada. Esos segundos fueron eternos. Pensé que se había golpeado tan fuerte que... —mis palabras se quiebran, y siento las lágrimas acumulándose en mis ojo. Intento contenerme, pero las lágrimas empiezan a llenar mis ojos. Mis manos temblorosas intentan cubrir mi rostro, tratando de ocultar mi vulnerabilidad.
—Lo siento... no sé por qué estoy haciendo esto —susurro entre sollozos. Me siento expuesta, fuera de lugar, y empiezo a arrepentirme de haber compartido tanto con este extraño.

De repente, siento cómo unos brazos cálidos me envuelven con cuidado. Abro los ojos por un segundo y veo que se ha levantado de su silla y se ha arrodillado a mi lado. Su abrazo no tiene prisa, no juzga, simplemente está ahí, sosteniéndome con una mezcla de fuerza y ternura.
—Está bien, deja que salga —me susurra con una voz suave y llena de comprensión. Aprovecho el gesto y dejo que las lágrimas caigan libremente.
Su abrazo es un ancla en medio de mi tormenta, y por primera vez desde ayer, siento que no estoy sola enfrentando este miedo.
Pasados unos momentos, me sosiego y él parece entender que estoy mejor. Se reincorpora y vuelve a sentarse en la silla frente a mí. Toma el tenedor y, con una sonrisa empática, bonita, incluso cómplice, pregunta:
—¿De qué es el postre?
Antes de que pueda responder, lo veo acercar el tenedor al plato como si estuviera a punto de profanar mi preciosa ambrosía. Entonces, antes de que cometa el sacrilegio, digo:
—¿Te molesta si saco una foto?
De inmediato, su rostro se transfigura. Todo su cuerpo se tensa, como si mis palabras hubieran pulsado un botón de alarma. Suelta el tenedor con un leve gesto de hastío y responde, con un tono frío que contrasta con su sonrisa anterior:
—Por supuesto.
Lo observo, desconcertada, mientras se arregla el cabello de forma apresurada, como si estuviera preparándose para una foto de portada. Me siento cohibida por su reacción, pero tomo mi teléfono y procedo a tomar la foto... del postre.
Cuando bajo el teléfono, noto que su postura se relaja, como si hubiera comprendido algo importante. Entonces, con una media sonrisa que mezcla humor y vergüenza, me dice:
—Te referías al postre.
—¿Cómo? —pregunto, sin entender del todo.
—Pensé que querías tomarme una foto —responde, recostándose un poco en la silla con aire de resignación, pero también con cierto alivio.
Lo miro, todavía confundida, pero decido no insistir. Sin embargo, su reacción me deja con una pregunta rondando en la cabeza: ¿quién es este hombre y por qué reaccionó así?
—¿No sabes muy bien quién soy, verdad? —pregunta él, rompiendo el silencio, con un tono que mezcla curiosidad y algo de incredulidad.
—Espero que no te moleste, pero... sé que eres alguien reconocido porque todos te miraban, pero la verdad no estoy segura de quién eres exactamente —le respondo con un poco de pena, bajando la mirada.
Él suelta una pequeña risa, más de alivio que de diversión.
—No me molesta para nada.
—Antes parecía que sí —digo, recordando la tensión que surgió cuando mencioné lo de la foto.

Él me observa por un momento, como si estuviera decidiendo si confiar en mí o no. Finalmente, suspira y dice:
—Porque pensé que querías tomarte una foto conmigo... para subirla a redes y exhibirme como un trofeo.
Sus palabras caen como un peso sobre la mesa. Puedo ver el cansancio en su expresión, no físico, sino emocional, como si estuviera acostumbrado a ser visto, pero no conocido.
—No... no era mi intención —digo rápidamente, queriendo aclarar cualquier malentendido.
Él asiente, y aunque su postura sigue relajada, sus ojos aún reflejan una mezcla de recelo y curiosidad.
—La verdad es que, aunque me da un poco de pena contarte mi secreto, creo que es mejor esa opción que la retorcida que estabas pensando. —Le sonrío, intentando aliviar la tensión en el aire—. Por cierto, ya puedes probar esta delicia.
—Por favor, es tu postre. Deberías comenzar tú —responde, con una leve inclinación de cabeza, como si estuviera cediendo un honor.
—Como me preguntaste de qué sabor era, esta debe ser tu primera vez. Así que, por favor, haz los honores.
Él sonríe, un gesto pequeño pero auténtico, y finalmente hace caso. Toma el tenedor, hundiéndolo en la torta con un movimiento cuidadoso, como si estuviera explorando un territorio desconocido.
Mientras da el primer bocado, sé que está esperando que revele el porqué de la foto. Me acomodo en la silla, jugueteando un poco con mi tenedor antes de confesar:
—La verdad es que cada vez que como un postre sin mi papá, le tomo una foto para luego enviársela.
Él detiene el movimiento del tenedor a medio camino, sorprendido por mi confesión. Me apresuro a aclarar:
—Es como una tradición entre nosotros. Nos encanta compartir postres, pero cuando no podemos, le mando una foto para que al menos sepa que pensé en él.
Su mirada cambia, suavizándose con algo que parece una mezcla de comprensión y ternura.
—Eso es... muy lindo. No esperaba una respuesta así —admite, con una sonrisa que parece más para él mismo que para mí.
—Gracias… ¿Y? —le pregunto con curiosidad, inclinándome un poco hacia él.
—¿Y? —responde, con desconcierto, como si no entendiera a qué me refiero.
—¿Qué te parece? Si te ha sanado un poco —digo, intentando que mi tono suene ligero, pero dejando entrever la esperanza detrás de mis palabras.
—No —responde, en un tono seguro y rotundo que corta el aire como un cuchillo.
—¿No? —repito, sintiendo cómo la desilusión se filtra en mi voz. Por un momento, siento que todo el esfuerzo por conectar con él fue en vano.
Él se da cuenta de mi reacción y, con cuidado, deja el tenedor en la mesa. Me mira directamente, sus ojos miel ahora más cálidos, como si intentara suavizar el golpe de su respuesta. Yo bajo la mirada, avergonzada, y murmuro:
—Disculpa, la verdad es que entiendo un poco que no lo haya hecho. Debes pensar que toda esta interacción es rara e incómoda...

Antes de que pueda seguir, él me detiene. Con un gesto suave, toma mi barbilla, inclinándola ligeramente para que lo mire a los ojos.
Cuando nuestras miradas se encuentran, hay algo en su expresión que me deja sin palabras: una mezcla de gratitud y vulnerabilidad que no esperaba.
—Quien me ha sanado has sido tú —dice, su voz baja pero firme—, con tu calidez, tu generosidad, tus sonrisas honestas que salen del alma y tu preocupación por el bienestar de otros.
—Perdona, parece que lo único que hago es llorar —digo, intentando esbozar una sonrisa para aliviar la tensión.
—Espero que esta vez no sea de tristeza —responde él, inclinándose ligeramente hacia adelante, su mirada cargada de curiosidad.
—No, no lo es. Es de esperanza.
—¿Esperanza? —me dice, desconcertado, como si la palabra le resultara ajena.
—De que mi ambrosía me haya traído a los brazos de quien podría ser... un hombro, un abrazo, un...
—Un compañero —me interrumpe con una declaración tan segura que me deja sin palabras.
Lo miro, sorprendida. Su tono, su expresión, todo en él refleja una decisión firme, sin lugar para las dudas.
—Lo siento, pero soy un hombre que sabe que las oportunidades son únicas y no pienso desaprovechar la mía.
Mi corazón da un vuelco, y aunque no lo esperaba, siento que sus palabras despiertan algo en mí, algo que había olvidado.
—Yo tampoco —respondo, con una firmeza que me sorprende incluso a mí misma.
—Mesera, ¿podría traerme la cuenta? —pregunta él, levantando la mano con elegancia.
Cuando nos volteamos hacia ella, vemos que tiene los ojos llenos de lágrimas. Conmovida, apenas puede responder:
—Es por cuenta de la casa.
Él sonríe y, sin perder un segundo, añade:
—Entonces la torta de nuestra boda será de aquí.
Mi corazón se acelera al escucharlo, pero antes de que pueda procesarlo, la mesera le responde con una sonrisa:
—Eso espero. Solo que... falta algo.
—¿Algo? —pregunta él, inclinándose hacia mí, intrigado.
—El beso con el que se cierran las promesas —responde la mesera, con un tono que mezcla diversión y seriedad.
Él suelta una ligera carcajada y, con una sonrisa juguetona, responde:
—Lamento no poder besarte, pero creo que sería de mal gusto hacerlo frente a mi pareja.
—No a mí... a ella —dice la mesera, señalándome con un gesto casi teatral.
—¡Pero qué torpe! Por supuesto —responde él, riendo mientras las palabras comienzan a tener sentido.
Acto seguido, toma mi rostro entre sus manos y me da un beso. No uno apasionado ni exagerado, sino uno inocente, cargado de promesa.
El ambiente de la pastelería se llena de aplausos y risas. Cuando finalmente nos separamos, él no suelta mi mano y me acompaña hacia la puerta, dejando atrás el aroma dulce de las ambrosías y la sensación de que, a veces, el destino tiene un extraño pero maravilloso sentido del humor.
Fin.
Nickinaihaus
Nickole Naihaus
Nickole Naihans
P.D. Quiero aclarar que es una historia de ficción producto de la creatividad mía, no pretende otra cosa que entretener al lector.
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